Por Amor (I): El Templo de Pasos
VENIAN DESDE AFUERA Y CONSTRUIAN
iair menachem, Jerusalem, 5764

Recuerdo claramente: había una cerca que de día era sepia y de noche se veía de un blanco primoroso. Tras la cerca, unos metros de fango rojo resbaladizo: ninguno de los invitados caía en el fango, pero no había uno que no imaginara o recordara, al atravesar la cerca, la ominosidad y la vergüenza de su figura despatarrada en el barro. Por eso, el suspiro de alivio era en todos evidente, cuando llegaban por fin al césped del jardín frontal: eufóricos por haber atravesado los lodazales sin perder la elegancia, corrían el riesgo de olvidar que aún estaban a mitad de camino. Los más osados y despreocupados se apresuraban a descalzarse, y entonces se pinchaban con la multitud de abrojos que se hincaban en sus pies, emboscados entre las hebras finas del césped recortado; y corriendo desatinadamente en pos de sus zapatos se ponían al alcance de los regadores automáticos, de cuyo circuito salían inexorablemente empapados. Los más sensatos -fundamentalmente, quienes habían frecuentado ya por largo tiempo nuestra casa- atravesaban el césped caminando atentos, con su calzado puesto, evitando ser cazados por el agua. El área de césped seguía tras este primer tramo, bordeaba la casa, y alcanzaba el pequeño bosque de esos árboles cuyas hojas adoptan, en su cara que mira hacia arriba, un tono platinado, y resignan su otra faz a un color ceniciento memorioso. Pero tras el primer tramo de césped que había que salvar conteniendo las burbujas de la euforia por el éxito obtenido frente al barro, tras ese tramo en que había que proteger los pies y evitar el azote del agua, se abría ante nuestros invitados un sendero blanquísimo de cal, adornado con pequeñas piezas irregulares de mármol que delineaban sus costados. Nosotros apagábamos allí las luces, y habíamos dispuesto un circuito de ventiladores que se hacían cargo de la brisa: algunos comenzaban a estornudar, sobre todo las primeras veces que venían. Quizá era el aroma que esparcíamos para ahuyentar parásitos e insectos, el caso es que algunos estornudaban sin parar varios minutos de corrido, y terminaban exhaustos en alguno de los bancos que habíamos dispuesto, a esos efectos, a los costados del camino. En general, cuando recuperaban el resuello, volvían sobre sus pasos confundidos y dejaban para otra noche su intención de visitarnos. Los avisados, serpenteaban hábilmente entre las sendas de aire y llegaban eficazmente hasta el pie de la escalinata de mármol rosado y amarillo, incrustada de cuarzos enormes y piezas de metales diversos.  Ante el portal de nuestra casa, los recibía una hilera de focos de mercurio que se encendían instantáneamente gracias a un sensor infrarrojo, ni bien alguien llegaba. Habituados sus ojos a la suavidad de la tiniebla, algunos se encandilaban, y el vértigo los hacía tropezar con la escalinata. Otros, miraban en derredor restregándose los ojos y de pronto se topaban con los reflejos de colores filosos de alguna pieza de cuarzo o de metal, y se quedaban absortos por un rato en las formas que veían en la luz; hasta que se recomponían y proseguían el camino, o se veían compelidos a salir y meditar, para volver a intentarlo alguna otra noche. Mas los había, muy de tanto en tanto, que llegaban preparados, entornaban a tiempo los ojos, y al pie de la escalinata miraban fijamente hacia delante: subían de a un paso seguro por peldaño, veían el portal entreabierto e ingresaban al salón de casa, donde mullidas alfombras se acomodaban en un paisaje desnudo, de paredes transparentes tras las que no había nada para ver. Si distraídamente hollaban calzados la historia dibujada en las alfombras, salían a su encuentro de inmediato nuestros aguerridos mayordomos, y les reprendían tan duramente que solían irse, humillados: se instalarían en el primer tramo de césped, en palaciegas carpas que hallarían al salir, y demorarían en volver -algunos, ya no lo intentarían jamás-.  Mas si se quitaban los zapatos y avanzaban lentamente, nos hallaban en la recámara siguiente, siempre celebrando. Y ahí se les aproximaban los mayordomos amables, les anunciaban nuestra bienvenida, y les asignaban dormitorio y biblioteca. Algunos volverían a salir, y de retorno, contarían su experiencia a quienes les quisieran escuchar. La añoranza les devolvería a casa, y llegarían más eficientemente cada vez, hasta arribar alguna vez por fin al salón circular que rodea el único pilar de la casa, del cuarto piso hacia arriba. El límite de las paredes del salón circular se pierde en el cielo infinito, y cuando estás dentro, no tiene techo. Tras recibir sus nombres, ninguno de ellos se ha ido: entre todos, escribimos guiones que se representan afuera, por las calles, y cambian el ánimo de la ciudad.

Los grid se miraron.
- "Concerniente", dijo uno de ellos, el que llevaba en brazos al bebé rubio que miraba dios.
- "Cien monedas, es perfecto", dijo el otro, ausente, contemplando la intensidad.
Los dos rieron, y corrieron al fondo con parsimonia, que no había apuro al fin y al cabo.
- "Hay que embellecer la casa", dijo que el que llevaba lentes. Arrojó por la ventana el cigarrillo armado y sonrió al bebé, que comenzó a entonar el nuevo orden de la casa.

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