Por
Amor (II): El Templo de Pasos
EL SOTANO ENCIMA DE CASA
Teníamos un sótano de piedra en la azotea de casa. Una
construcción casi redonda (de lados innumerables), que vista
desde fuera, tenía ventanas y puerta, siempre abiertas. Por la
puerta del sótano sobre la azotea de casa, los advenedizos
intentaban saltear todo el tránsito de la cerca y el lodo, y el
césped con abrojos y los regaderos y el sendero de cal surcado
por corrientes de aire, y los focos de mercurio y las alfombras que
cuentan historias, y aparecer directamente
adentro: no sabían que llegar a casa era solamente el resultado
final de haberse atrevido a entrar, de haber demostrado que uno es capaz
y apto para entrar. El caso es que esa puerta, al igual que todas las
ventanas que exhibía el sótano de paredes de piedra sobre
la azotea, daba a un ambiente cuadrado y gris, asfixiantemente
pequeño y húmedo: cuando entraban por ella, orgullosos de
su artimaña, veían las paredes que azulaban gris, y
perdían inmediatamente su proyecto y el raciocinio que
creían albergar respecto de cuanto sucedía en casa,
siguiendo el cual habían atrevido su intento temerario de
intrusión. Cada uno que caminaba el techo hasta las paredes del
sótano y se topaba con la trampa inconcebible de la celda
inhóspita aún si abierta, agregaba al imaginario de la
ciudad nuevos mitos estrafalarios acerca de nosotros. Se sentaban en los
cafés del centro y contaban por horas, desde la
interpretación que hubiera dado al fiasco su orgullo herido, de
qué se trataba en realidad nuestro círculo, y con
qué armas atraíamos la inspiración para crear. Casi
nunca entraba alguien al sótano verdadero, en la azotea de casa.
Al costado de la puerta que comunicaba el salón de las alfombras
con la recámara en que celebrábamos, había una
estantería que sólo sostenía una pequeña
burbuja de fuego en el estante del medio. Tras la estantería,
visible solamente cuando se caminaba desde el fondo de la
recámara rumbo a la entrada de casa, se abría una puerta
por la que había que ingresar agachado. Los primeros dos pisos
del descenso (unos treinta y tres escalones) eran oscuros y estrechos; a
veces, alguien que no se había integrado aún por completo
al régimen de vida de la casa llegaba por azar hasta ahí,
pero antes de completar estos dos primeros pisos entre tinieblas hacia
abajo, emprendía un precavido retorno para buscar reparo en el
aire fresco de la recámara. Mas quien continuaba el
descenso, recorría escaleras que se hacían más
anchas cada vez, y más blancas, y más curvas; escaleras en
un ambiente sin ángulos que viraban de pronto hacia lo que
parecían paredes o hacia el techo, al punto que tratar de retener
la discriminación entre arriba y abajo, entre derecha e
izquierda, hacía que el aventurero se perdiera por completo:
llegaban a deambular días por ahí hasta que alguna de las
trampas distribuidas por seguridad los devolvía a cualquier punto
del bosque de árboles con ese follaje plateado por arriba y
ceniciento por debajo, que se extendía detrás de casa.
Quien, por el contrario, iba apagando los frenos de su
razón a medida que avanzaba y hacía propias las exigencias
del camino, quien integraba todas las direcciones del espacio en un
único "hacia delante" que se definía solo con tal de que
no pensara por sí mismo, recorría una escala de color y de
sonido y de texturas que se iban confundiendo consigo: del verde intenso
y el rojo sangre y el sonido del rugido y la madera sin trabajar en el
olfato de los pies, al azul licuado en tempestades violáceas que
estremecían los oídos y empapaban las manos, al amarillo y
el ocre claro de las arenas y el incendio en los ojos, al gusto de
almohadones transparentes en el paladar y la clausura de la sal sobre
los labios, al sentido de la piel de hombre en las paredes del
túnel indistintas de su propia piel, a la disolución y
rediseño de las paredes del yo coincidiendo con las del discurso
de la casa; hasta hallarse con que el camino físico había
cesado hace mucho, y no obstante, ya no se podría dejar de
caminar, hacia un delante siempre que ya no requería
acción propia de los pies. Entonces, habían llegado al
sótano culminante del salón circular sin techo, donde eran
recibidos por mis ancestros que no conocí, que escribieron en
tiempos inmemoriales estas letras.
- "Hagamos una columna",
pidió el mayor de los grid.
El bebé que miraba dios
le sonrió y entre las ramas de las enredaderas, en el fondo, una
luz vertical descendía hasta las puntas del césped en un
círculo perfecto, que acariciaba apenas la epidermis del
trébol.
- "Rápido, antes de que
venga; si no, va a decir que lo desatendimos", urgió el grid que
no llevaba lentes.
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