Por Amor (III): El Templo de Pasos
EL ESPACIO PROPIO QUE SE EXTENDIA
iair
menachem, Jerusalem, 5764
Cuando alguien llegaba por
vez primera a la recámara de casa, donde nos hallábamos
todos celebrando, se le acercaba uno de nuestros amables mayordomos y
le invitaba a aceptar dormitorio y biblioteca. Sin importar siquiera si
recibía o no respuesta, salían entonces por un pasillo
abierto que culminaba en un hall de distribución, en el que se
acomodaban cuatro escaleras descendientes y otras cuatro que apuntaban
arriba, y cuatro pasillos diagonales. Cada escalera olía
distinto, y los mayordomos, diestros en su misión, solían
rezagarse en el pasillo para que el invitado arribara solo hasta donde
había que optar por un camino. La treta nunca fallaba: los
invitados no advertían el hall ni la multitud de caminos, sino
que siguiendo el aroma que les despertaba algo dentro, se
dirigían directamente a una de las escaleras, y subían o
bajaban por ella. Al cabo, hallaban un corredor de diseño
típico como el de los hoteles de mediana categoría, con
una alfombra color verde fatigado de bordes despegados de los
zócalos, a los que les mantenían aferrados unas madejas
de hilacha que hacían pensar en telas diseñadas durante
siglos por una familia de arañas distraídas.
Indefectiblemente, sólo una de las puertas que daban al pasillo
estaba abierta, y tras ella, en el centro de la estancia,
esperaría al invitado uno de nuestros atentos mayordomos,
señalando con solemnidad los cuatro puntos cardinales. Los
dormitorios-biblioteca eran todos iguales, aunque distintos para cada
uno. Cualquiera de los puntos cardinales a que apuntara la puerta del
dormitorio, sus esquinas exhibían, en sentido horario, una
silla, una cama, una mesa y una candela eléctrica, a la que
estaba adosada otra de mecha y aceite, con una etiqueta que
advertía que jamás debían encenderse ambas al
mismo tiempo. La mesa se extendía sutilmente hasta hacerse
alcanzable desde el lugar de la silla, y la candela oscilaba su foco
entre la cama y la silla siguiendo a donde una figura viva se posara y
quedara quieta. Aunque al usarlas se evidenciaran juntas, para ir de la
silla a la mesa no había otro camino que el que pasaba por
detrás de la cama. Tampoco se podía llegar de la cama a
la candela sin bordear la mesa por delante o por detrás. Desde
la candela, en cambio, y siempre en sentido horario, con apenas un paso
podía uno ya alcanzar la silla o reclinarse sobre la cama, y
aún tantear la superficie de la mesa. Un hueco al costado de la
cama daba lugar a un vestidor o un lavabo, dependiendo de lo que se
buscara al ingresar en él: tras un promedio de doce a quince
intentos -irritantes a veces si se sentían apurados-, el sistema
funcionaba bastante bien para todos los nuevos habitantes de la casa.
Cuando quedaban solos, tras haberles entregado el mayordomo una llave y
una palabra espontáneamente planificada desde el inicio de los
tiempos, sospecho que todos harían lo mismo. Y finalmente, tras
ese primer encuentro con las paredes de su nombre, que a veces llevaba
minutos pero podía durar semanas, se orientaba sin dificultad a
través de las distintas estancias en que estábamos
celebrando de continuo, en la recámara que se hallaba
después del salón de paredes transparentes tras las que
nada había para ver, cuyas alfombras exhibían toda la
historia dibujada. Entonces acudíamos nosotros mismos, todos
como uno y cada quien de acuerdo a su rango, a estrechar sus manos y
darle un suave golpe en la cabeza, y luego atendíamos a la
melodía que se hubiera hecho oir y la cantábamos sin
letra, y danzábamos por el resto de la noche urgente en una
estancia nueva, que era como los dormitorios pero mucho más
grande, y tenía además una estantería con
solamente una luminaria sobre uno de los lados del estante del medio, y
tras la estantería una puerta baja de chapa, y un círculo
marcado en el suelo que impedía a la mesa escapar del centro de
la estancia, con lo que todo lo demás permanecía en su
lugar.
- "Vi una hembra fascinante",
dijo el más pequeño.
- "Suéltala ya".
- "Se me escapó entre
los ojos abiertos", lloriqueó.
- "¿De qué sirve
enseñarte la magia si no aprendes a retener el sueño?".
El bebé que miraba dios
sonreía dormido y la luz se le aproximaba en haces transparentes.
- "¿Cuándo
llegará?".
- "Quizá la
próxima noche. Busquemos qué leer, y ve a la feria por
incienso".
- "A este ritmo, nos van a
echar de aquí al despertar".
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