Por Amor (V): El Templo de Pasos
Redactar la vida cantando
iair
menachem, Jerusalem, 5764
Se levantaba y se sentaba sobre una
almohada cuando la paloma no empollaba ahí. Le bullía la
sangre en los pies.
- "¿Quieres té?".
- "He almorzado ya".
Hablaba como con desencanto,
intentando dar la espalda al bebé que miraba dios, para no
incurrir en su tristeza.
Estábamos apostados
tras las persianas anhelando que uno más lograra llegar a casa.
Contra la cerca se apretujaban los incrédulos y los curiosos, en
tanto el lodazal y el cantero de césped sin caminos eran siempre
un promisorio hervidero de gente bien vestida. En general, al arribo de
uno sucedía el de los dos o tres que lo habían seguido con
atención, se habían sobresaltado ante su susto, se
habían ensuciado los zapatos cuando él atravesaba el lodo,
y habían tiritado en sus trajes cuando los regadores lo
empaparon. Estos dos o tres hallaban abierta frente a sí una
puerta distinta a la principal aunque no menos bella, y tras un proceso
del que sólo he oído referencias vagas, se integraban al
ejército de guías, amos de llaves y personal de servicio;
y sólo llegaban a tener nombre tras haber entregado la palabra y
el lugar cincuenta veces y dos más. La fuente, cuyo diseño
contemplaba un nuevo lado y otro chorro por cada habitante de la casa,
escondida en la cocina desierta exigía ser limpiada de continuo.
Junto a ella, se apilaba la antigua porqueriza, desde justo antes del
incendio. Sólo el personal de servicio pasaba por allí y
por boca de ellos conocíamos la historia, y sabíamos que
hubo una noche que nunca había terminado, que volvería
aún para ser día. No había nada que temer: el
clima nos pertenecía. Pero cuando fue más que las
baldosas del salón la suma de postigos y placares y cestos de
impecables desperdicios, la música comenzó a disonar, o
acaso fueron tan sólo los pasos de la danza. El lodazal
hacía resbalar a los más novatos, y alguien
reportó un agujero tan sospechoso como inútil en la
puerta adjunta al sótano en la azotea. Era muy temprano para
nuestro tiempo: faltaban las torres aún y los días de
Acuario, y el garage que alguien creía haber visto en un plano
que habíamos olvidado desde que uno de los nuevos cedió a
la tentación de dibujarlo. Había que empezar de nuevo.
Ordenamos cambiar de inmediato la celebración por una jornada de
ayuno y llanto, en que la sed medraría sobre el calor de cada
quien. Y entonces apareció alguien por la escalera que
comunicaba, en lo alto de un mismo piso, el observatorio de puestas de
sol y el espacio lúdico que destinábamos a las reuniones
de perplejidad. Llegó danzando un nuevo paso, que nos hizo
sublimar proyectos y preocupaciones abocándonos de inmediato, en
una danza que liberaba del silencio a una música que
componíamos con pasión, a recomponer el mundo, el mundo
nuestro, este mundo.
Faltaban apenas segundos en
los que transcurrirían días: se lo podía sentir
entre la lengua y el paladar. El sabor era el de aquellos platos de las
abuelas, de los restaurantes de la niñez, de los primeros besos
púberes que disolvían un mar de novedad.
- "Está pesado el
tiempo", musitó el grid lampiño.
El techo se estiraba hacia
bajo en algodones de índigo salado. En la cuna vacía se
veía la sonrisa del bebé que mira dios.
- "Hemos olvidado la
melodía", tristeció la voz del más viejo: "hazte a
un lado".
El viento se filtraba entre
las rejas apretadas, pautando el ritmo en que la sonrisa se
expandía.
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