Por Amor (VI): El
Templo de Pasos
A la cima de la montaña de tiempo
iair
menachem, Jerusalem, 5764
Y una vez, cuando aún nos
hallábamos dedicados a las tareas que evocaban la
construcción y resultaban en ella, dos se conflictuaron por una
mesa, un cinto, el paso de una liebre, un manual para guiar al aprendiz.
Por algo se conflictuaron, y ese algo, sabíamos todos, no era
sino una situación, y algo debíamos aprender por medio de
resolverla. Para quien observaba mapas, o veía fotos tomadas de
lejos, nuestra casa resultaba estar dentro aún de la ciudad, en
una de sus esquinas norestes. Mas en realidad -para notarlo había
que transitar uno mismo el camino- estábamos muy lejos, aislados
por muros de tiempo que se hacían evidentes en cada paso hacia
nosotros. No había pendientes pronunciadas en el camino a casa,
vinieras de donde vinieras. Y no obstante, a medida que uno se acercaba,
el auto debía esforzarse cada vez más, y bajar a tercera,
a segunda, a primera, apretar el acelerador a fondo, y aún
así apenas avanzar. Quienes venían a pie confiados en los
mapas y las señales del camino que indicaban terreno llano, se
sentían desfallecer a poco de iniciada la caminata, o
sucumbían al vértigo de estar ascendiendo sin resuello
pendientes más empinadas cada vez, y no obstante, ver hacia
delante y hacia atrás una horizontal perfecta, una llanura
invariablemente páramo de arbustos cobrizos acostumbrados al sol.
Las horas se interponían entre paso y paso con que pudieran
vencer al espacio, y próximos a llegar ya, les zumbaban los
oídos de tan alto que iban llegando a fuerza de taladrar el
calendario. No estalló, por tanto, la situación de
conflicto, sino que podríase decir que implotó, que la
aflicción se produjo por no estar preparados, los dos nuevos,
para la intensidad de la fuerza centrípeta que ejercía
cada punto de la casa, que nos obligaba a andar a paso calmo y
contundente, como a tientas, aún cuando la noche era de plena
luz. Y cuando los hallamos tironeando del mismo extremo de una mesa, de
un cinto, del paso de una liebre, de un manual para guiar al aprendiz,
de una situación rellenable de cualquier cosa, reímos
todos porque ambos parecían uno y habían quedado
ridículamente como paralizados por la imposibilidad de resolverse
en dos otra vez, porque no sabían tornar dos mesas la mesa, dos
cintos el cinto, un camino ancho el paso de la liebre, ni redimir al
manual de su inutilidad convirtiéndolo en memoria de dos nombres.
Los separamos con agua, y prestos acudieron los mayordomos sabios a
absorberlos en una tarea cualquiera, para darles tiempo, para darlos al
tiempo y convertir en su oportunidad nuestro lugar otra vez.
Había paredes, si bien eran
de verde, si bien era azul. Se amortizaba la hiedra en el aplomo cobrizo
del jardín.
Un grid se solazaba,
entibiando su lengua muda bajo el sol.
-"Una revolución de
gallinas", musitó.
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