Por Amor (VII): El Templo de Pasos
A manos de los sueños de mi voz
iair menachem, Jerusalem, 5764

A veces, quienes se atrevían al piso más bajo de casa, denunciaban ruidos raros (alguien que percibía voces desusadas, trepaba hasta el piso más bajo de la casa). Desde arriba, la sensación era que una voz potente denunciaba sin palabras una intrusión en su terreno. Cuando ocurría, concurríamos al salón circular que carecía de techo, aferrábamos la candela apenas con la vista para no  poseerla, y extraíamos de los estantes vacíos los antiguos carteles que señalaban el carácter de los distintos ambientes: el área del silencio de expresión implícita, el territorio de introspección visual, la zona del tacto y del olor, el espacio en que cabían las palabras. De tanto en tanto se hacía imperioso distribuirlos por doquier, y no cabía error alguno en la tradicional ubicación de cada uno, puesto que si no respondía nuestro orden a su última ubicación anterior, el carácter de cada ambiente se desplazaría autónomo hasta donde hallara su señal. Descendían entonces los intrusos, desde la cumbre del piso más hondo hasta la explicación que desparramábamos con entretenido tedio; vestían uniforme de aprendiz y se entrenaban para la prueba de identificar todos los ambientes con los ojos vendados: recién entonces recuperarían su libertad. Es que debíamos reproducir, en la casa, el orden que esperábamos conseguir dentro de cada uno de nosotros. Como el espacio, trabajábamos el tiempo. Al silencio sucedía el esfuerzo por recordar; el recuerdo se vestía de fantasía, la fantasía de imagen; la imagen se decía en palabras que musitábamos siempre al unísono, para abrir paso al renacimiento de la celebración. Y las tinieblas entonces nos hacían la trampa de licuarse en una luz tan blanca, tan blanca, que ni el silencio la resistía sin salir de nosotros convirtiéndose en un sopor pesado que nos doblaba las piernas, para mandarnos a dormir por siglos y evitar que el mundo cambiara a manos de los sueños de mi voz.

- "Demoran en venirnos a buscar", insistió el grid rubio.

La columna de luz se deshacía en los garabatos de un segundo trazo, sobre los tallos de la madreselva. Los jeroglíficos, ungidos de dorado, se veían escritura imponente y numinosa.

- "Confía en el desierto", le respondió lacónicamente el grid que hacía de patriarca; "el blanco y el ocre, ya sabes, el terracota, la natural perversidad de la entropía; la tentación del desborde. Fíjate que..."

- "No entiendo.... nada", gimoteó el pequeño grid. Y en él, ante las miradas consternadas de otros ojos, despertó el bebé que mira dios.


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