Cuando carecíamos de piedras volcánicas
utilizábamos trozos de hierro y carbón de mar, y con
sólo aumentar mucho la temperatura surtían el mismo
efecto. Nadie salía que antes hubiera entrado, porque allí
se cocinaban las personas nuevas que daríamos a la luz del mundo.
Primero fue el calor rojo y tierra, los líquidos todos
agolpándose contra paredes invisibles, inconcebibles en el aire
oleoso que respirábamos de oído. Estaba solo todos, y el
calor de tierra marrón de tan huera subía desde el
hígado, reptando las paredes del recinto de ángulos romos
que se chorreaban hacia fuera. Las montañas furecían un
eco de calor, que apretaba las partículas de silencio hasta
hacernos doler el alma. Entonces era imposible oir el grito que se
veía como un boquete abierto en un techo deducible del boquete
mismo, por el que se derramaba una luz rosada petalina, en rayos fuertes
que confurcaban a líneas como agujas de tan violáceas que
atravesaban el cuerpo, se dejaban tragar con la boca cerrada, y
dolían deliciosamente al coser el esternón al vientre (el
vientre sabía azul) de un azul que se mezclaba con la tierra
esmaltada de marrones renegridos y subía anhelando el boquete,
tras el cual la luz se volvía blanca y luego gris y apenas plata
para derramarse sobre mi cuerpos solitario, y forzarme a cerrar los ojos
con fuerza y mirar arriba, donde se tejían de carne unos labios
purpurinos a la boca de mi techo. Y el almizcle sabía a agua al
correr por la garganta y se hacía sal y verde entre mis pies. Y
cuando se empezaba a ver un rocío apacible que multiplicaba los
colores de la luz, nacían otros labios hacia dentro de la boca de
un índigo anhelante, de un celeste que te manchaba las manos
mientras oíamos a los labios purpurinos adquirir tonalidad de oro
tibio, y era de pronto mi cabeza entera el municipio de la luz blanca, y
en el pecho me nacía un sol al que no podía no seguir,
estirándome hacia fuera. Mientras, las llamas estridentes
combustían el cuerpo viejo, y aprendiendo la celda, me
hacía a la mar. Cuando salí, había olvidado el
habla y el miedo que tiene origen en la sabiduría; había
perdido la facultad de saber qué podía porque mis
límites eran vírgenes y nuevos, y ya estaba en camino a
crecer, para crear el universo que me había dado a luz.
Amanecía, y no cesó de amanecer porque manteníamos
la oscuridad, por tradición, hasta que la luz fuera propicia.
Afuera faltaban las letras que me mandaron a escribir. Pero en aquel
entonces no lo sé. Porque bastaba haber salido para saber que
algunos de ellos vestían de incógnito sus transparencias
bajo colores opacos (es que si uno no se defendía en tanto
obstáculo para la vista, nuestra noche constante propiciaba una
invisibilidad desconcertante, para la que casi nadie llegaba preparado).
Entonces, era imprescindible que hallasen en sus dormitorios-bliblioteca
esas capas inútiles que nos permitirían distinguirlos del
vacío y darles nombre. Los caminos que recorrían se
llamaban como ellos, y nada podía ser más justo, puesto
que se edificaban a su paso. Sólo la luz les
precedía: esa luz con que los inducíamos a trazar un
dibujo y no otro con la mirada, y a repetirlo con el pensamiento, con el
miedo, con los pies. Pero la luz iba menguando de a poco, a medida que
se les hacía habitual, hasta que la seguían percibiendo
aunque se las habíamos quitado por completo. Entonces, pese a que
no lo sabían, persistían en la construcción de los
caminos mas ya sin nuestra guía, y los seguíamos
anhelantes con el canto, amontonados en la unísona certidumbre
del deseo. A veces, un ladrillo joven se revelaba en el acero, y la
pared toda se hacía de color; y entonces derrochábamos luz
y ellos se mareaban, y la danza nacía de su vacilación
fundamental, de su ya no saber hacia dónde caminar. A veces,
cuando intuíamos, nos quitábamos de encima el riesgo de la
danza , vistiendo de sonidos oscuros las paredes. Pero no hay que creer
en eso, porque la vida, a la postre, rendía siempre nuestros
miedos, y el ritmo saltaba al fin como un resorte parco que nos
desvelaba. Y nada peor nos podían hacer que quitarnos el
sueño.
- "Ya estuve antes
aquí", dijo el grid más despistado.
- "Haz memoria",
reclamó el grid barbudo. "Haz memoria, recuerda: si tú
sabes, es que nos podemos prevenir". La ansiedad lo llevaba hasta cerca
de una forma de la desesperación apta para ser vivida desde la
inocencia, desde la dulzura del querer creer y no saber fallar.
Exhibía un agujero
celeste en los labios el bebé que miraba dios. Y la brisa se
enlentecía en las palabras de todo grid ante ese firmamento que
pronunciaba más arriba, en los ojos, en la profundidad de la
madreselva.
Se querían. Paladeaban
la inmediatez, la provisoriedad de todo, como se paladea la idea precisa
del yo.
- "Hicimos mil intentos",
recordó el despistado grid con voz profunda. "Pero afuera no hay
salida".
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