Por Amor (XVIII): El Templo de Pasos
Tú: mi batalla personal
iair menachem, Jerusalem, 5764

Recuerdo cuando llegaste. Llegaba y naciste apenas junto a la puerta siete años después. Aparecías vestida de morado: el negro riguroso te rubricaba la sonrisa. Mirabas la puerta cuando me viste (inexperiente, nos confundiste). Giré sobre mis goznes rendido ante la revelación que no sabías. Sonreías, y la luz escapaba de entre tus labios, de los colores de tus versos. Tan sólo ver las sombras, olvidaste: sabías todo; habías nacido dentro, y no obstante, olvidaste y empezaste a buscar, a preguntar, y la sombra nacía de la luz que huía de tus labios y tú preguntabas a la sombra buscando un más allá que se movía contigo sin cesar. Nos decías todo el tiempo y tus verdades te sabían a preguntas: te vaciabas al ritmo de respondernos y tu desesperación nos sumía en la perplejidad: "¡mira, ahí está la verdad!", te decíamos señalando tu presencia y enfurecías de dolor por mi silencio y se me agotaba la voz y no me oías. Sólo decías mi nombre y yo solía llamarme de otro modo y te llamaba por el nombre que llevabas en la frente y no veías. No sabíamos qué hacer con una mujer allí. Se haría inútilmente tarde. Guardas un hijo mío por cada árbol del jardín que me sabía añorando los vestigios de tu celo.  Satisfecho de no dar explicaciones, te tomaré del brazo entonces y nos fuimos rumbo al puerto en que recala esta metáfora de amor. A fundar la casa nueva. Allá, en casa, todos aguardan entonces, y acaso el ejemplo cunda. A fundar la casa nueva, ahora que te he dado en custodia todas las letras de mi nombre. Mañana, que -¿recuerdas?- ayer lucía luminoso.

El grid gritón amarilló; ésto es: volvió amarillo intenso el tiempo a los ojos de los demás.
El grid azul, tan locuaz, por acompañar, enmudeció justo antes de alarir el ruego que cada garganta contenía. Adentro, la madreselva y la hiedra pugnaban por cada resquicio de un espacio inaugural, de un tiempo de pudor audaz en el inexplorado corazón del laberinto. Todos sabían que nada cambiaba sino el lenguaje del consenso, nada se desplazaba sino la realidad líquida de su contacto con fuera-de-sí.

Un anciano grid se declaró enemigo de la bruma; otro, defendió su derecho al privilegio por ser hijo del silencio. Se abrían en el aire, concéntricos, los trazos progresivos con que el rostro del bebé que mira dios se proyectaba en otras vidas.

Amanecía; era de bosque la mañana de la vida, el horizonte construido a la vera del bullicio. El silencio, hiperexpresivo, de la inclusión de los afueras.

Para el anochecer, se harían invisibles las paredes. La acacia se expandía entre los muros porosos de la hiedra.

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